jueves, 2 de febrero de 2012

El 4 de febrero de 1992, el 11 de abril de 2002 y la batalla por la interpretación del pasado por Amaury González Vilera

Dice la historiadora chilena Cristina Moyano citando a la prensa de su país, que el pasado mes de diciembre el Consejo Nacional de Educación aprobó unas bases curriculares que, en lo que se refiere a la historia reciente de la tierra de Salvador Allende, presentaban un importante y sensible cambio conceptual: el período histórico pinochetista ya no se llamaba dictadura militar sino “gobierno militar”.
Al leer esta noticia, lo primero que recordé fue la conocida novela de George Orwell, 1984, de la cual extraemos aquella frase que nos dice que “quien controla el presente controla el pasado, quien controla el pasado controla el futuro”, en clara alusión a las estrategias que en un momento dado pueden implementar los sistemas políticos totalitarios para borrar la memoria histórica, e incluso a la historia misma; lo otro que recordé, a propósito de los veinte años de los hechos del 4 de febrero de 1992, fue la pretensión que ha demostrado el oposicionismo en diversas ocasiones, de comparar y analogar la rebelión militar del 4 de febrero con el golpe de Estado fascista del 11 de abril de 2002. Según esta opinión, que seguramente se manifestará otra vez en la venidera conmemoración, Chávez llama golpista a Carmona y a su combo siendo él también un golpista.
El debate suscitado en la sociedad chilena luego de que se conociera la intención de modificar el nombre de un período histórico tan traumático para los chilenos, y la oposición que generó en diversos sectores, logró que la reforma fuera descartada; la dictadura militar seguiría siendo dictadura militar, y Pinochet el jefe histórico y responsable de la terrible represión. Y aunque el cambio de nombre, sutil y aparentemente inocuo, no cambia lo que “realmente ocurrió”, conviene recordar en primer lugar que las palabras no son neutras y menos aún si estas se refieren a conceptos y procesos políticos históricos. Una actitud anti intelectual podría no tener reparos en tachar esta discusión como una pérdida de tiempo, cuando no de pura paja. Pero las palabras, aparte de tener por lo general una o varias acepciones, pueden tener y de hecho tienen también connotaciones que han llegado a adquirir en el devenir histórico y que, aunque algunas llegan a desvanecerse, otras permanecen echando profundas raíces en el imaginario social en cuestión.
Pero más allá, o más bien más acá de las connotaciones, está el hecho de que cuando se trata de una palabra que expresa un concepto político, como democracia, libertad, hegemonía, república, empoderamiento o “vacío de poder”, precisamente por esto, esta está sujeta a luchas interpretativas por parte de todos aquellos que, conscientes de que la realidad es una construcción social, de que la palabra puede eventualmente crear una realidad; conscientes del poder ligado a la producción del discurso sobre la realidad social, pueden en un momento dado, para salvar responsabilidades, reafirmar su poder o, como en el caso chileno, para redefinir todo un período histórico ―que no por casualidad fue una de las etapas más oscuras de su vida política―, impulsar cambios sensibles y, como dijimos, aparentemente inocentes, en el sistema educativo o en las políticas comunicacionales como forma de trastornar la memoria histórica.
Por otra parte, Álvaro Cuadra, en su artículo “¿Dictadura o régimen militar?”, nos recuerda que el lenguaje es una de las herramientas centrales en la construcción de la memoria y el imaginario de una sociedad. Coincidiendo con lo que afirma Moyano, este autor reafirma que no estamos, como pudiera pensarse, ante un asunto sin importancia, ya que “es en el ámbito de lo simbólico donde cristaliza lo político”. Y es que, viniéndonos a Venezuela, a estas alturas del proceso bolivariano ¿alguien puede dudar, indistintamente de su filiación política, de los efectos que han tenido el uso de las palabras escuálido o, más recientemente, majunche, incorporadas magistralmente al discurso político por parte del presidente Chávez?
Nos recuerda Álvaro Cuadra, que la tarea de “limpieza” que iniciaron los golpistas tras la brutal toma del poder fue la del lenguaje. Los gorilas dirían en esa oportunidad, que no se trataba de un criminal golpe de Estado sino de un “pronunciamiento militar”, “como si con tal eufemismo se pudiera lavar la sangre salpicada en las calles de Chile”. Recordemos de nuevo la novela de Orwell, en cuya sociedad se usaba el único diccionario cuyas palabras disminuían cada día con el objetivo de limitar el alcance del pensamiento. Esto es lo que en nuestro mundo concreto llamaríamos una dictadura del lenguaje, y que en Chile comenzó desde el momento mismo del gorilezco “pronunciamiento”. Sin embargo, la creciente influencia de los llamados medios de comunicación en las últimas décadas, la podemos entender como la mera imposición de un lenguaje, con todo lo que esto conlleva y sin necesidad de disparar un tiro.
Todo lo anterior nos lleva al caso que nos convoca. ¿Fue el alzamiento militar del 4 de febrero de 1992 una acción golpista tal como lo fue la del 11 de abril de 2002? Podemos decir de entrada que no cabe comparación alguna entre ambos acontecimientos. Decir que ambos eventos fueron golpes de Estado y que por tanto los protagonistas de ambas acciones son golpistas sin más, sin ir muy lejos, sería como comparar la entrada en la Habana de Fidel Castro y los barbudos, el 1º de enero de 1959, con el cerco de los carabineros y el bombardeo subsiguiente al Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973. El primer caso es conocido como la Revolución cubana; el segundo, como el sangriento derrocamiento de un presidente democráticamente electo. En Cuba, el evento provocó la alegría de todo un pueblo; en Chile, la acción fue el inicio de una brutal represión contra el pueblo chileno y los máximos líderes de la Unidad Popular, represión que incluyó muerte, tortura y desaparición física de mucha gente.
Más aún, el golpe de Estado de Pinochet fue en su momento saludado por el Departamento de Estado (EEUU), que también apoyó ampliamente la acción golpista, como se ventiló públicamente después. En el caso de la Revolución cubana, se sabe que esta no sólo no contó con apoyo alguno de EEUU, sino que fue víctima desde el mismo principio del proceso de todo un abanico de conspiraciones y agresiones, conflicto que tuvo su cénit de gravedad en la conocida crisis de los misiles de 1962, cuyas consecuencias hubieran sido catastróficas y de alcance mundial.
Como podemos ver, no caben comparaciones. Sólo tendríamos que peguntarnos, de tener dudas sobre si un atentado contra el Estado en un país dado es golpe o es rebelión, cómo fue la participación del pueblo en el episodio, qué ocurrió en lo sucesivo después de la “toma del poder”, y cuál es la posición del imperialismo ante el hecho. El 4 de febrero fue una rebelión militar apoyada por el pueblo contra un régimen deslegitimado que se había mantenido en el poder a punta de plomo, dominante mas no dirigente; el 11 de abril fue un golpe de Estado repudiado por el pueblo y que fue celebrado ampliamente por sectores nacionales y extranjeros en esas 48 horas que duró, y que permitieron que el mundo viera como privilegiado espectador, quienes lo habían apoyado, como se caían esas máscaras.
Hay una clara moraleja: los nombres siguen siendo importantes en la batalla por la interpretación de los hechos históricos, sobre todo porque el presente es historia viva y porque además, como vimos, no se trata sólo de mera “semántica”, sino de una batalla en el ámbito de lo simbólico como lugar donde cristaliza lo político.
@maurogonzag

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